1
Berlín, mediados de abril de 1945.
Los Americanos y los soviets han llegado a un Berlín devastado dispuestos a repartirse las migajas de la ciudad...
Yo también estoy aquí. Solo, cansado y sin dinero. No me queda nada más que la foto.
Pregunto a los soldados y a la gente moribunda, pregunto a todo el que se me acerca y nadie sabe decirme si han visto al chico de gafas rojas y chaqueta de cuero verde de la imagen...
Fue en París, ya hace seis meses, donde le tomé esta foto. Le había conocido poco antes, en un destartalado hotel de la rue Amelot. En aquellos tiempos, utilizaban el edificio como tapadera y funcionaba de refugio a la resistencia. Llegué a la capital huyendo de los últimos escondites que habían descubierto los nazis. Ya no sabia dónde esconderme... Hasta que una buena amiga, Amélie, me dio la dirección de ese hotel y me dijo que allí estaría seguro.
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Todavía me acuerdo del día que lo conocí... Entró por la puerta principal del hotel con la chaqueta verde cubierta de polvo. Levantó la cabeza hacia el primer rellano y me miró a través de unas gafas de sol que más tarde, ya limpias de ceniza, resultaron rojas... Me miró, frunció los labios como si quisiera enseñarme su poblado bigote y subió al trote las escaleras hacia las habitaciones de la segunda planta, no sin antes darse la vuelta, volverme a mirar y sonreírme. Desde ese momento, fuimos inseparables.
Mi habitación estaba en la última planta, justo encima de la de Pierre. No tenía que compartirla con nadie. Por entonces, había muy poca gente. Recuerdo que la moqueta y las paredes eran de color rojo. Que estaba destartalada, vieja y sucia, pero a mi me parecía el mejor lugar del mundo.
La primera vez que hablamos fue en la puerta de mi cuarto. Yo estaba fumándome un cigarrillo, el subió y me ofreció una botella de agua con gas, me preguntó por su prima. Y yo no sabía que ésa era Amélie... Yo, en verdad, no sabía nada... y nuestra conversación se hizo incómoda. Volvió a meterse en su dormitorio.
Más tarde, después de comer, se ofreció a enseñarme algunos atajos que me serían de gran utilidad para no toparme con los de la SS. Yo me puse mi chaqueta de cuero negra llena de cremalleras y el su inseparable chaqueta verde y salimos a las calles de Paris...
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Caminamos en silencio por callejones vacíos donde a penas llegaba la luz del sol. Cuando ya llevabamos un buen rato, nos paramos en un bar que tenia la persiana a medio bajar. El camarero nos recibió con mala cara pero, cuando reconoció a Pierre, su tosco rostro se convirtió en todo amabilidad y risas. Nos sentamos en una de las mesas del fondo y pedimos yo un cafe con leche y él una tila. Al cabo de un rato, era como si nos conocieramos de toda la vida. Nunca me habia sentido tan confiado y relajado con una persona como con él.
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